La trología del señor Montoro

Hasta donde alcanzaba la vista se intuía la vida sobre la tierra, no se les veía, pero allí estaban: ora cultivando, ora recolectando; extrayendo minerales o fabricando mercancías de todo tipo.

El señor admiraba sus posesiones desde la cima de su torre más alta, una  torre construida con los mejores materiales: granito y mármol; acero, cromo y titanio; oro y piedras preciosas; y todo ello solo para sus ojos, nadie más podía admirarlo si no era con su consentimiento expreso, nadie podía imaginarlo siquiera.

Él mismo solo podía imaginarse la vida de sus súbditos, para qué más, nunca había tenido la necesidad de comprobarlo personalmente y suponía que lo que imaginaba más lo que le explicaban sus capataces era la vida real; su vida real, la de ellos imaginada por él…

Más abajo, en su jardín privado, observó a una niñita con unos maravillosos ojazos azules como el cielo del medio día y una melenita rubia como la de ricitos de oro. Ella moldeaba figuritas con la arcilla que había encontrado en la ribera del pequeño manantial de aguas cristalinas que regaba el verde prado; unas figuritas que no tenían rostro ni alma, pero con las que ella compartía sus juegos, y si alguna se rompía tan solo la moldeaba de nuevo y nada más, ni nada menos.

El señor mostraba su perenne sonrisa porque ella era feliz, y ellos también debían de serlo; no había motivos para lo contrario, nadie le había informado jamás de que hubiera infelicidad en su reino, obviamente, era porque no la había.

María, con su pelo negro y sus dos soles marrones caminaba descalza mientras sorbía las pocas lágrimas que aún era capaz de llorar. Su madre, junto a ella, recogía algunas peladuras de patata que otros habían desechado primero, si no las acompañaba la suerte, eso era todo lo que iban a comer ese día: unas peladuras cocidas junto con un trozo de tocino rancio que habían encontrado un poco antes.

El terreno baldío, horadado por hediondos riachuelos, ya no era capaz de dar más de sí; la lluvia ácida y la basura esparcida en él por la gran industria lo habían conseguido sin esfuerzo.

Pero nada de esto estaba pasando realmente, solo había que conectar la televisión para comprobarlo, era un bulo esparcido por los enemigos del señor que buscaban la destrucción del estado. Oír al señor y escuchar su discurso era el único medio que  conocer la verdad; su verdad.