Comenzó a trepar por aquella pendiente arbolada y llena de matorrales, un paso para delante y un resbalón para atrás; sacaba fuerzas del miedo que le producían aquellos sonidos cada vez más distantes.
Caminaba, se arrastraba, lloraba. Allí donde su ropa hecha jirones lo permitía se amorataba la piel y perdía aún más la sensibilidad en la zona.
Hacía rato que había visto aquella luz intrigante, se dirigía hacia ella porque le recordaba al faro de su pueblo natal por la noche, Papá decía que los barcos se guiaban de su luz para no chocar con las rocas y ella iba sintiendo cada vez más seguridad; seguía adelante. Apenas podía caminar, pero continuó arrastrándose hasta que el resplandor la envolvió por completo.
De pronto, sin saber por qué, sintió calor, pudo caminar sin sentir dolor, pudo estirar los dedos de sus pies y sus manos, los había apretado tanto que se habían convertido en muñones. Se volvió mirando hacia abajo y pudo ver a una niñita acurrucada a sus pies, sonreía, sabía que todo iba bien; Mamá estaba junto a ella, entonces supo que aquellos hombres ya no la podrían alcanzar jamás, era libre.