¡Maldito! Ahí está otra vez, picoteando el marco de la ventana con su horrible pico gris. Me mira fijamente con sus malvados ojos rojos mientras acicala su repugnante plumaje verdoso.
Pero, no, no conseguirá entrar, ¡jamás! No con esos cristales a prueba de granizo, no. Hubo que cambiarlos tras aquella tormenta, este invierno; y ya estamos a primeros de Julio.
Ahora se ha ido, pero no me engaña: volverá.
Sí, ahí está de nuevo. Ha vuelto para observarme. Está ahí parado, sin moverse.
¡Ah! Sí, se ha vuelto a ir. No, ahí vuelve. Está desquiciado, y no podrá entrar. Creo que lo sabe: está nervioso.
Ahora estará maquinando la forma de entrar, de atraparme, pero no podrá; no hay nada que pueda hacer para conseguirlo, nada. ¡No!
– Hola, papá.
– ¡Ah! Hola, hija.
– ¿Al final has dormido bien?
– Sí, bueno… más o menos.
– Es normal: anoche tenías fiebre.
Mira, te traigo el desayuno.
Es una pena que todavía no puedas salir al jardín, está maravilloso, y el cerezo: Está precioso. Tiene una carga de cerezas como nunca tuvo. Lástima que desde esta ventana no se vea. Pero, sí, se ve una pequeña rama, tiene una punta rota que con el viento roza el marco de la ventana, ¿No la ves? Mira, pero si tiene un par de cerezas; y qué gordas. Si levantas un poco la cabeza seguro que la ves. ¿No? Abriré para que la veas.
– ¡NOOOOH!