Como todos los días, después de mi paseo matutino, gratuito y gratificante, al volver a casa, pasé cerca del metro de Simancas, en la calle Amposta, y me encontré con los yonkis de siempre acompañados, como casi siempre, por dos policías nacionales que les estaban tocando los cojones; supongo.
La verdad es que no me di cuenta de que eran policías hasta que estuve a escasos pasos, porque iban tan abrigados por el frío que no se distinguían sus identificaciones o el arma al cinto, pero, al pasar, me fijé mejor… Uno de ellos me miraba con cara inquisitoria, no sé si lo hacía bien o mal, pero, yo acabé bajando la mirada, no por temor, aunque bien pudiera haber sido, sino porque algo me llamó la atención: apretaba el puño de su mano izquierda, envuelta en un guante, imagino que por efecto del frío, pero,
yo me sentí amenazado; continué a lo mío y nunca sabré si mi mente me jugó una mala pasada o qué…
Que yo sepa, tres veces he vuelto a nacer después de un acto violento: dos atentados de la ETA y la repetidora del 12 de un vecino falangista son más que suficiente para mí, pero, así y todo, nunca he caminado con miedo, más allá de lo que la precaución y el sentido común aconsejan. Sin embargo,
últimamente siento una extraña sensación de inseguridad cuando veo a la policía cerca de mí, no a la policía de siempre, sino a la policía de las botas nazis.
A lo que hemos llegado.