Era temprano y hacía frío. María caminaba por la acera junto a su hija Sofía, de cinco años, que se miraba las puntas de los zapatos mientras andaba porque estaba enfurruñada; no en vano se dirigían al colegio: eran las nueve de la mañana.
Ambas acompañaban a Elena, la hermana mayor, de nueve años, que viajaba en una silla de ruedas con la mirada perdida. Su pequeño cuerpo se recostaba hacia un lado de la silla mientras que sus piernas, apoyadas en los reposapiés, formaban el ángulo contrario. Sus brazos y manos permanecían rígidos al tiempo que sus dedos parecían querer agarrar el aire que los rodeaba sin conseguirlo.
A pesar de su inexpresividad, pues sus facciones permanecían inamovibles, su melenita rubia y sus ojitos azules le daban un aspecto angelical que a nadie le dejaba indiferente.
Luis y Cristina charlaban frente a un escaparate, cogidos del brazo, dándose calor mutuo y haciendo gala de esa complicidad que les caracterizaba, mientras decidían dónde iban a desayunar esa mañana. Cristina le había comentado a Luis que llevaba un par de días sintiendo molestias en el estómago, pero, como no quería adelantar los acontecimientos, lo que no le había dicho aún era que creía estar embarazada…
Por fin, decidieron ir a desayunar a su cafetería favorita y se dirigieron a ella con paso lento y sin prisa, preferían disfrutar de cada momento que podían pasar juntos.
De camino, unos metros más arriba, Cristina pudo ver a María, Sofía y Elena que acababan de doblar la esquina y se acercaban a ellos en sentido contrario. Miró a Luis, él también las había visto. Supo que él las había visto antes de mirarle siquiera, lo presintió a través de su contacto, y de pronto se sintió angustiada; una angustia incomprensible para ella, pero que le hizo tener la certeza de que le iba a perder. Y le suplicó con la mirada, sin saber por qué, y se lo pidió de viva voz: —No lo hagas, por favor. No—. Era una sensación muy extraña, inconcebible, pero real.
Luis la miró con ternura, pasó su brazo por sobre sus hombros y la apretó contra sí. Ella estaba a punto de llorar y con su mirada se lo siguió suplicando…
—Lo tengo que hacer—, replicó él —es mi destino y mi obligación. No es mi decisión, aunque deseo hacerlo…
Junto a ellos había un puesto de flores que, entre otras, ofrecía rosas rojas a tres euros. Luis se acercó y compró dos de ellas. Después, tras besarla tiernamente, entregó una a Cristina mientras le decía al oído: —Te quiero, te amaré por toda la eternidad…—. Y besó sus ahora húmedas mejillas con amor. Seguidamente, se giró y se dirigió decididamente hacia María y sus pequeñas.
Cuando estuvo cerca notó que le miraban con cierto recelo, pero su sonrisa amigable y el hecho de llevar una rosa en la mano hicieron que este recelo mutase en intriga por saber qué se proponía; y hasta Sofía le sonrió con timidez.
Luis se acercó a Elena y se agachó a su lado.
—Hola Elena—. Comentó.
María se preguntó cómo era posible que él conociera el nombre de su niña, pero por alguna extraña razón entendía que se trataba de algo normal; no estaba preocupada.
Luis estaba plantado frente a Elena, en cuclillas, mirándola fijamente a los ojos. Ella seguía inexpresiva, pero a Luis no le importaba; solo preguntó:
—¿Harías una cosa por mí, pequeña? Dime…
Pero Elena no le podía contestar. A lo largo de su corta vida jamás había pronunciado una palabra, ni siquiera lo había intentado. Tampoco movía los brazos y manos, y menos aún las piernas. Solo algunos parpadeos fortuitos le daban la impresión a quien los viera de que había un intento de comunicación por su parte; nada más lejos de la realidad, según los médicos. Ni una sonrisa real habían recibido jamás sus padres o hermana. Era una ilusión.
Y Elena parpadeó, y volvió a parpadear; y lo hizo una vez más.
María la miraba boquiabierta, pero sin poder articular palabra; a la vez que sujetaba a Sofía contra su cuerpo como si temiera que ésta saliera volando.
—Muy bien—, dijo Luis sonriendo —eso es, lo estás haciendo muy bien; pero debes hacer un pequeño esfuerzo más, debes desearlo con el alma, debes desearlo con el corazón. Debes decirlo para que todos lo puedan oír. ¡Dilo! Di ¡Sí!
Mientras hablaba, Luis había tomado delicadamente la mano derecha de Elena entre las suyas y la acariciaba con suavidad. Sus deditos pasaron de ser garras a ser los extremos sensibles de una mano humana, Elena sentía el calor de Luis a través ellos. Y comenzó a mover levemente los labios, aunque solo el aliento salió de ellos.
María tapaba su boca con una mano a la vez que con la otra seguía aferrando a Sofía contra sí; lloraba a lágrima tendida al tiempo que había contagiado a Sofía. Ambas lloraban, aunque la niña no sabía muy bien porqué.
Elena volvió a mover los labios una vez más, pero solo algo similar a un estertor salió de ellos. Lo volvió a intentar, agotada ya, y un siseo pareció formarse en su boca; seguido de un sí entrecortado. —Sí—. Había dicho. Luis lo oyó. María y Sofía lo oyeron. Cristina lo oyó mientras lloraba sentada en la acera. Todos lo oyeron. Sí. Había dicho Elena a la vez que esbozaba algo parecido a una sonrisa. Sí. Lo deseaba con el alma y con el corazón…
—¡Vive!—. Dijo Luis. —¡Vive por mí! Debes vivir por mí…—.Y mientras sus labios permanecían entreabiertos aquel pronombre siguió saliendo de ellos como si del agua de una fuente se tratara, agua pura y cristalina. Agua de vida.
Aquél extraño resplandor lo envolvía todo y a todos, y aunque no parecía provenir de ningún lugar en concreto, Cristina sí sabía de dónde provenía; lo miraba compungida intuyendo que ésa sería, seguramente, la última oportunidad de verlo, de ver a su amor en esta vida, de tenerlo cerca, de amarlo, de sentirlo…
Al tiempo que la figura de Luis se iba desvaneciendo poco a poco, Elena iba enderezando, no sin esfuerzo, su pequeño cuello, y sus brazos ya no permanecían agarrotados sobre su regazo, sino que se apoyaban lasos sobre él. La piel de la cara, antes apergaminada y fría, estaba ahora sonrosada y llena de vida.
Cristina seguía mirando, entre resignada y gozosa, ahora, el lugar que hacía un par de minutos había ocupado Luis. No había sentido nada cuando aquella luz resplandeciente se había concentrado a su alrededor, nada cuando había comenzado a latir sobre su piel y nada cuando se había difuminado, por fin, para desaparecer con un leve fogonazo ascendente. Pero sí había recordado las palabras de Luis: “Te quiero, te amaré por toda la eternidad…”, y apoyando amorosamente su mano derecha sobre su barriguita había sonreído a su bebé, ahora lo sabía.
En su fuero interno había comprendido que se había enamorado del ángel de la guarda de otra persona…