Donald Trump, empresario de éxito, renacido de sus cenizas en varias ocasiones, y regurgitado por el sistema, otras, ha sido el rey Midas para muchas personas que le han seguido con fervor religioso: promotor inmobiliario, con bancarrotas de lo más sonadas, reeditadas con bonos basura, ha pergeñado proyectos de lo más variopintos durante su carrera, como complejos de apartamentos, casinos o fastuosos rascacielos como la Trump Tower de Nueva York; es propietario, además, de acciones de la organización de Miss Universo, y ha participado en el reality show, The Apprentice, de la cadena NBC.
Después de muchos años practicando el ultra liberalismo más salvaje, impelido por su egolatrismo – que quizá sea la causa de su enfermizo color purulento – recibió los golpes más duros de su vida a manos de Barack Obama, que en 2011 se burló de él en una cena de corresponsales o, más tarde, en una convención demócrata, pero la puntilla le fue dada cuando Obama contestó a uno de los tuit de Donald Trump diciendo:
«Al menos yo seré recordado como presidente».
Donald Trump, el rey de vallas
Guiado por su ego dolorido y maltrecho, Trump comenzó una alocada carrera para alcanzar la candidatura republicana a La Casa Blanca – cosa que nadie en su sano juicio pensó que ocurriera jamás, ni él mismo, creo yo, lo pensaba en serio – pero su ego y su dinero hicieron lo imposible:
Ahora, al cumplir con sus promesas electorales – como es obligación de todo cargo electo, por desgracia, en este caso – aquellos que no confiábamos en él, incluidos los que no le votaron en EEUU, no salimos de nuestro asombro mientras observamos como los memos que sí le votaron le bailan el agua, para no quedar como unos perfectos imbéciles al renegar de la locura en la que este iluminado sin corazón les está empezando a sumir poco a poco, si la conexión neuronal cuántica de las personas de bien no lo remedia.